Antes, las pocas personas que sabían escribir no lo hacían como nosotros. Algunas veces separaban las palabras y otras no, abreviaban varios términos porque el papel era caro y no existían reglas ortográficas . Hacían los arcos y las colas de las letras con trazos largos y ampulosos, y, si bien había algunos criterios estandarizados, en la práctica se tomaban muchas libertades. Aun así, en un acto de empatía visionaria, algunos escribanos se la jugaron por las historiadoras e historiadores del futuro y escribieron lindo y claro. Cuando te toca un documento así, tienes que jugar un loto .
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Sin embargo, hay días menos afortunados (que, por cierto, son los más en el archivo) en que te topas con la suma de todos tus miedos: un documento escrito, a la rápida, en letra procesal encadenada, la que utilizaban los escribanos en los tribunales de justicia . Peor: te puede tocar uno que, además, esté corroído por la tinta que hacían con sulfato de fierro . Decepción , frustración y resignación , en ese mismo orden, son las sensaciones que tu sistema límbico experimenta en tales casos. Entonces te armas de paciencia y partes por identificar, al menos, dónde empieza y dónde termina el documento. Y por reconocer algunas palabras . Y te vas fijando en detalles, como que el escribano hace la E de tres formas distintas (¡gracias! ) o que la C y la R son casi idénticas.
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Entremedio te cuestionas si, en realidad, ese documento es tan importante para tu investigación ¿Y si mejor pides que te lo digitalicen? No, mala idea, sabes que te lo van a mandar en dos años y el proyecto dura tres. Y así, entre lecturas a medias y reflexiones dispersas e íntimas (porque en el archivo no puedes hablar con nadie ) transcribiste un par de folios incompletos y se te fueron ocho horas. Ese día no juegas al loto, sino que sales del archivo con los ojos gastados y te vas a acostar, aunque algun@s por ahí…
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